2.13.2008

GREGORIO A BORDO

Gregorio Fuentes Betancourt asegura que el secreto de la longevidad sólo lo tiene Dios: "Todos vinimos a este mundo con el número cumplido". El viejo marino ha visto reflejarse en el mar la luz de tres siglos y durante la mayor parte de su existencia ha sido la fuente biográfica más segura y requerida para conocer la faceta náutica del novelista norteamericano Ernest Hemingway.
Ambos se conocieron todavía muy jóvenes, aunque ya en pleno dominio de sus respectivos destinos. En el reducido territorio del islote de Dry Tortuga, protegidos de una tempestad de peligroso viento nordeste, ya Gregorio era capitán del velero de pesca más limpio y ordenado que Hemingway hubiera visto.
Puestas una junto a otra la biografía del literato y la del trabajador del mar, en realidad no ceden un ápice uno a otro en su condición de aventurero, ni siquiera en la capacidad de contar sus historias y de vestirse con la luz mítica de su leyenda. Uno de los dos, en cambio, fue quien escribió, mientras el otro cuenta y versiona de tanto en tanto lo que lleva en la memoria.
Gregorio escapó a los ocho años de edad de Las Palmas de Gran Canaria. Convenció a un primo -dijo a este periodista bajo un flamboyan de Finca Vigía- para que lo embarcara en el bergantín-goleta Joven Antonio, en viaje al Caribe con escala en Sevilla, donde el patrón le metió un atado de tabacos bajo la camisa para que los pasara de contrabando a un marchante que lo encontró al pie de la Torre del Oro.
Desertó del barco cuando el velero pasó bajo los muros del castillo de los Tres Reyes del Morro, escondiéndose en el hogar de un paisano en Casablanca, a quien vaya usted a saber que historia de niño sin familia le contó. Había dejado a la madre en la isla española bañada por los vientos ardientes de Africa y pronto se ocuparía de enviarle parte de su sueldo. Había sido testigo de la muerte accidental de su padre a bordo de un barco de pesca, a la altura del territorio actual de la república saharahuí, y reafirmó su decisión marinera cuando buscó subsistencia en La Habana: a Cuba había venido persiguiendo el mito de una riqueza, según el cual nadie se inclinaba aquí a recoger una moneda de plata si esta caía al suelo.
Diez años pasaron desde el encuentro con Hemingway. Andaba Gregorio en 1938 a bordo de un barco de investigaciones científicas cuando recibió mensaje del amigo, mientras venía el novelista de su segunda guerra, la de España, buscando la calma de una habitación de hotel a la vista del puerto para escribir otra novela. Se encontraron en La Habana, ¿dónde si no?, la ciudad donde ambos acabarían por librarse de la condición de extranjeros.
Recibió entonces el mando del Pilar. Era un yate nuevo construido en Boston y enviado por ferrocarril a Miami en mensos de un mes. Casco de madera, 38 pies de eslora, nueve literas y una autonomía de nueve millas. Tenía ya el puente volante, los dos largos outriggers que lo revelaban en la distancia y una sólida silla de pesca, adiciones todas que Hemingway le hizo en su contacto con los fanáticos que pescaban en Bahamas. Para Gregorio, de ninguna manera, nada ha sido hecho en ningún tiempo en el Pilar que no haya salido de sus manos y bajo su dirección. Ernest había pagado por el yate una fortuna para esa época: 7,500 dólares, y al cabo de los años se consideraba muy afortunado de haberlo puesto en manos de Gregorio.
Hay mucho del longevo canario devenido cubano y, más que todo, cojimeño, en algunas obras de Hemingway. En "El Viejo y el Mar", la novela que promovió al norteamericano hacia el Premio Nobel y que en septiembre cumplirá medio siglo de su primera edición, no pueden ser más que recuerdos de Gregorio las visiones de la costa africana que llenaban los sueños del viejo Santiago. Y hay por supuesto mucho más de él en "Islas en el Golfo", nacida de la aventura real en la búsqueda de submarinos alemanes en la cayería norte de Camaguey, durante la Segunda Guerra Mundial.
Gregorio es el personaje vivo más notable de Cojímar, de la misma manera que allí Ernesto Hemingway es uno de los inolvidables héroes difuntos. Notoriedad rara esta, que no viene de la farándula ni se discute en asambleas, ni se dio por decreto, que viene de más profundo que los galardones profesionales. Allí son, uno puede percibirlo, hombres cotidianos a quienes se distingue por razones perfectamente explicables en términos humanos.
Probablemente no existe en el mundo una docena de personalidades -políticas, artísticas, científicas...- a quienes se le pidan tantas declaraciones y se les haga más fotos. Para Gregorio Fuentes todo ese asedio de periodistas y turistas es tan normal como fumarse un puro y tomarse un cálido trago de ron ahora mismo, sentado en el restaurante La Terraza, aunque ya haya cumplido los 104 años de edad.

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